Había una vez un personaje

   Conocí alguna vez un escritor, como tantos otros que hay por ahí. Tal vez lo hayas visto pasar. Altivo, sereno, de pequeños ojos tristes, mirada observadora, sonrisa casi franca, por momentos distante al actuar. Hace ya varios años habitaba aquel barrio típico y tranquilo de su ciudad. Su taller era su hogar. Solo un cachorro solía hacerle compañía.
   Procedía de una familia tradicional, de esas grandes con muchos primos y tíos, de mesas largas y muchos aniversarios, la cual le habría introducido al mundo de las letras. Sus padres y su hermano solían visitarlo en frecuentes pero breves ocasiones de café y cortado, respectivamente. Personas cordiales pero poco sentimentales le acompañaron en sus inicios.
   Quienes lo conocieron no dudan en opinar que sus novelas eran el grito desesperado de vivencias frustradas queriendo salir, buscando cambiar. Escasa información se tenía con certeza de lo que el pasado le hizo enfrentar.
   Sus historias una a una tomaban forma en el papel, claro, limpio e ingenuo sin saber a donde la inventiva y el deseo lo podrían transportar. Lenguaje profundo y cautivante que traducía lo que en vida no ha de explorar con audacia o intensidad. Ya que había motivos, razones ocultas pero latentes que lo imposibilitaban de encarnar grandes emociones. Sólo anhelo y fantasía caracterizaron sus afectos. Finales de desencanto víctimas de un mar de dudas.
   Escribía y escribía noche y día hasta poesía con un trazo de ilusión. Vertía en la prosa los sentidos más perfectos, los cariños más sensibles, las vivencias más buscadas que alguna vez entendió que jamás se podría permitir. Porque una mañana o una tarde, en la almohada o frente al café negro cayó en la cuenta de que nada había hecho, y que tal vez nada haría para cambiar su postura en la vida. Aquel día, se dejaba ganar por la resignación convencido de que el no tenía que luchar. La diferencia no sería el, ni su vida, ni su amor. Se persuadió por momentos de palabras sentenciadoras de sus ancestros de que todo viene dado de una determinada manera.
   Aquel hombre de simple vida, transcurría sus días protegiendo su alma de reales emociones. Tenía impedimentos que lo dejasen penetrar en la esencia simple y pura del contexto.
   Es la historia de un ser pequeño, no por ello no importante, que sólo podía durar a través del verso y el delirio, nunca propios, ni vividos, porque en su propia existencia limitaba su entusiasmo. La pasión nunca llegaba o al menos no permanecía. Incapaz se sentía de abrir su corazón. Se convenció del personaje que lo llevaría a transcurrir, se puso un traje para persistir bajo narraciones que lo mantendrían a salvo de aquellas situaciones tan buenas o tan malas que mejor sería meterlas en un cuento.

Fotografía: "Atardecer en el Empire State", Bettina Dávalos.


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