Amor de colegiala

Tenía tan sólo 13 años cuando lo vi por primera vez. Fue en un acto en el teatro Alberdi. Él se encontraba dos palcos a la derecha del mío, había concurrido a ver a su hermana, me enteré luego, mientras que yo había ido a ver a mi hermano el día de su graduación.
Recuerdo aquellos días en el que le vía caminando por la vereda de enfrente en dirección opuesta por la calle más importante de mi ciudad. Solía salir de clases, pues llevaba sus libros y cuadernos rozando su camisa blanca algo desarreglada con ausente corbata que para esas horas estaba colgando del bolsillo del pantalón gris y esa carita de chico tímido y algo perturbado ya ansioso por llegar a su casa a almorzar. Su piel era blanca y sus pómulos rosados, sus cabellos lacios y negros, su estatura mediana, no creo que mucho más alto que yo. La mirada me resultaba misteriosa, todo en él me resultaba un misterio. Incluso su nombre, su edad, su voz. También recuerdo medio cigarrillo entre sus dedos, siempre o casi siempre uno de esos en sus dedos.
Quien era no supe, hasta más de un año después. Fue en una cena, un evento digamos, yo estaba ahí con mi familia cuando le vi aparecer. Mis ojos cual dos de oros no salían del asombro. Con su estilo casual y despreocupado apareció inesperado. Pensé que sería mi oportunidad de tomar contacto pero, antes de que siquiera tramase algo estaba partiendo a casa con un lamento agridulce.
El año siguiente y el posterior no fueron diferentes, le miraba pasar a lo lejos, en la peatonal, en las fiestas, en los eventos estudiantiles. Nada me acercaba lo suficiente.
Hasta que una amiga resultó ser amiga de su mejor amigo. En realidad, este último la pretendía. En fin, se abrió un haz de luz, volvía la esperanza de conocerle. Y esperé, cada fin de semana a que coincidiéramos los tres por aquellas esquinas por las que solíamos pasear. Imaginé cientos de diálogos, situaciones, miradas encontradas, incluso hasta vernos bailar.
Y una noche, casi sin pensar sucedió. Nos presentaron y casi mágicamente empezamos a charlar y charlar y estuvimos más de dos horas hablando de quienes éramos, nuestras rutinas, nuestros sueños a mis casi dieciséis y a sus casi diecisiete. La calle estaba llena de jóvenes que como nosotros salían a merodear la zona, a buscar caras, a buscar encuentros. Y nosotros pareció como si estuviéramos solos, sin un alma más en la calle, ni siquiera mi amiga que huyó apenas nos presentó. Fue un frío domingo de otoño, allá en mi ciudad. Fue nuestra noche. La única noche…
Las circunstancias cambiaron. Y de él no supe nada por un buen tiempo, hasta que me contaron que ya universitarios estudiábamos lo mismo y que debimos habernos cruzado entre clases, pero no, no sucedió.
Y yo me marché, me radiqué en otra ciudad pero, nunca olvidé a quien fue mi amor platónico de la secundaria. Incluso hace poco, en esporádica visita a mi tierra lo crucé y lo miré y se llevó mi mirada, como cuando colegiala me preguntaba por él.





Fotografía: Nastia Vesna

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